jueves, 10 de septiembre de 2009

Paris.






Siempre me pasa lo mismo, y es que cada vez que viajo, tiendo a darme de bruces contra las fronteras.
Esta vez conseguí esquivar el primer golpe y penetré con suavidad en Guinea, fue un proceso paulatino, sin turbulencias, el que me llevo a introducirme de lleno en la realidad, puede que totalmente subjetiva, de este país.
Conseguí cambiar el prisma y por unos días fui consciente de una forma de vida que hasta aquí nos llega adulterada.

Viajé con la imagen miles de veces proyectada de un país plagado de niños, muchos malnutridos, explotados y en el mejor de los casos crecidos por la inmensa responsabilidad de colaborar con la economía familiar. Esperaba encontrarlos con sus panzas inmensas, acosados por las moscas y entretenidos con los juguetes que la naturaleza les regalaba.

Y volví a equivocarme. Me impresionó sus destrezas motrices, esas que aquí capamos por una sobreprotección absurda, que la mejor de las veces responde a la comodidad de los padres; a evitar sobresaltos, a no preocuparnos y las prisas de una sociedad podrida de comodidades.
Y aunque sus panzas estaban, se eclipsaban con sus eternas sonrisas sus juegos improvisados, sus miradas curiosas y sus ganas de saber.

Un paseo matutino te regalaba estampas preciosas; desde bien temprano en la calle, que aquí es una proyección de su casa, los veías acicalarse; un buen cubo de agua era el entretenimiento a primera hora de la mañana. Gritaban, saltaban, al tiempo que se refrescaban para afrontar un día más. Sus pieles brillantes, hidratadas mientras disfrutaban con una responsabilidad acertadamente asumida y un aprendizaje incrustado en su realidad cotidiana.

Podía verlos en cualquier punto de la ciudad, vendiendo miles de mercancías; instalaban sus artículos y entre venta y venta disfrutaban de su libertad trabajada.

Y salvando las distancias, volví a verme así, en el patio de mi abuela siendo el juguete de mis primos, remojada en el pilón. Madrugando cada verano para ir al campo donde trabajaban mis padres y las mañanas eternas rodeada de curiosos elogiando la soltura que mostraba vendiendo esas enormes sandías. Los días enteros jugando en la calle, cuando para beber un vaso de agua solo tenía que abrir la puerta más cercana sabiendo que saldría con la merienda de la casa de cualquier vecina.

En esas edades, hay pocas diferencias. Porque entonces no sientes las carencias en las necesidades básicas, no piensas en que pasará cuando enfermes, si es potable el agua que bebes o la calidad de tu educación.
Recordé que mi infancia también fue en muchos momentos así, que lo hoy me separa de ellos es menos que lo que en el aeropuerto más tarde vi.

Volví con la idea de que si no fuera por el futuro que les espera; condicionado por las carencias educativas, sanitarias y de libertades individuales, crecer en Guinea Ecuatorial sería una suerte para cualquier niño. O al menos yo lo elegiría para los míos. Y es que después de una semana, dejó de preocuparme verles trabajar, ya no me fijaba en lo que hacia, solo en como lo vivían.

Y el golpe...pues lo recibí volviendo a casa, justo cuando mis ojos se habían aclimatado a una realidad no tan ajena como imaginaba. Justo en el aeropuerto, ese que me devuelve a una realidad tantas veces detestada.

Justo en el avión de vuelta que me traía de París, compartimos vuelo con un grupo de niñas, de no más de diez años, que viajaban solas. Todas monísimas, cargadas de bolsas y aparatos electrónicos de todo tipo; moviles, mp4, cámaras de fotos, psp o como coño se llamen.
La tripulación del avión se acerca y supongo que al ver el emblema de la ONG, nos piden que, ante cualquier imprevisto, nos hagamos responsables de la seguridad de las niñas a lo que ellas responden con una mirada de curiosidad altiva. Y sin poder despegar la atención sobre ellas, son el entretenimiento de mi viaje de vuelta. Preocupadas por si su equipaje llegaba a Madrid, planeaban contarles a sus compañeras de clase que el campamento en París había sido todo un éxito, que la ropa era maravillosa y que era una pena que no hubiesen podido comprar regalos para todas.
Las veías excitadas por demostrar que sus primeras vacaciones sin sus papás habían sido extraordinarias llenas de lujo y comodidades y que sin duda serian la envidia de todo el colegio.
Fue aterrizar y ansiosas encienden los teléfonos moviles, cogen su equipaje de mano y se comportan como si hubiesen envejecido 30 años. Aparentaban una madurez y unas prioridades totalmente alejadas de su edad, eran como señoras mermadas hasta los 10 años, ante este esperpento, realmente, quien se queda sin infancia y porqué?



Caye, gracias por prestarme tus ojos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Uf , no dejes de escribir y de contar , enriqueces a los demás, gracias por mostrar lo que tu corazon ve y tu ojos rechazan, muchas gracias, desde el Tibet.