viernes, 18 de septiembre de 2009

Un lugar en el mundo

Para entender lo que soy es imprescindible conocer donde vivo. Mi pueblo es uno de tantos pueblos de colonización fundados durante la posguerra. Regado por el agua de uno de los tantos pantanos que inundan las tierras extremeñas y que transformaron enormes latifundios en pequeñas parcelas que suponía el único sustento para las “afortunadas” familias que venían de las poblaciones colindantes. Seleccionadas con dos únicos criterios; carecer de recursos y contar con una gran carga familiar.

Así llegaron mis abuelos cargados de niños, 9 y 6 respectivamente, formando parte de los primeros pobladores y dejando atrás toda su historia. Algo que, en este periodo histórico, pudo ser una suerte.

De un plumazo se borraron viejas rencillas, represalias y odios derivados de una guerra que la mayor parte de ellos nunca llegó a entender. Originando un vínculo comunitario muy estrecho consecuencia de la falta de conocimiento para hacer frente al cultivo de una tierra y unos productos que desconocían por completo.
De la certeza que las adversidades son más llevaderas si cuentas con el apoyo de los que viven lo mismo que tú.

Aquí podría hablar de miles de historias que serian casi anécdotas pero oídas en la voz de mi abuela, una MUJER de 92 años, adquieren una dimensión superlativa, será en otra ocasión, por ahora prefiero que sigan siendo mías.

Hoy mi pueblo cuenta con un recorrido histórico de 50 años, y yo pertenezco a la segunda generación que nació y creció en él. Tuve la suerte de aparecer justo cuando lo peor ya había pasado. Hace treinta ya existía el agua corriente, la electricidad y el alcantarillado. Aquí también caben miles de “anécdotas”, estas contadas por mis padres, pero como las anteriores también quedan para mi... ya encontraré el momento.

No es difícil imaginar la extensísima familia con la que cuento. Si tenemos en cuenta que mis abuelos aportaron 15 hijos, y estos a su vez una media de tres, actualmente cuento con más de cuarenta primos de entre 12 y 47 años. Como es de suponer, y en el más amplio significado de la expresión, cada uno de su padre y de su madre.

Pues bien, ésta compone la primera generación que tuvo acceso a una educación que superara la Gerenal Básica (esa que era obligatoria hasta los 14 años). Todo un logro para mi abuelo, quien tuvo la suerte de conocer la graduación universitaria de algunos de sus nietos. Y para mi abuela, que hoy celebra por los dos el mayor motivo de orgullo que mi abuelo pudiera acariciar. Fruto de sus interminables horas de trabajo inculcadas sobre la conciencia de sus hijos, hoy sus nietos formamos la primera generación de titulados universitarios en la familia.

Crecimos en un entorno rural caracterizado por la inexistencia de clases sociales. En un clima de austeridad y trabajo. Donde lo más normal era que, después de salir del colegio y durante las vacaciones de verano, dedicases gran parte del día a trabajar en el campo. Algo que, milagrosamente, no te restaba tiempo para jugar, estudiar e incluso practicar algún deporte. Escuchando miles de historias de años pasados, en los que también trabajaban de sol a sol pero, entonces, sólo para ver como se llenaban los bolsillos del odiado, venerado y temido “amo”. Despreciando a aquellos que lo tuvieron todo, fruto del trabajo de otros que se quedaban con simples migajas. Aprendiendo a valorar lo que tienes y, principalmente y por encima de todo, lo que eres.

Si mi abuelo me escuchara ahora, si pudiera sentir la pesadumbre que arrastro después de lo vivido. Y es que tan sólo fue necesario recorrer varios miles de kilómetros para ver como mi orgullo se transformaba vergüenza. Para dejar de verme y medirme localmente y apreciar globalmente lo que soy y el lugar que ocupo en el mundo. Y es que fuera de cifras escalofriantes que darían una dimensión numérica a lo que intento explicar, pertenezco a esa pequeña parte de la población mundial que siempre he odiado. Esa que engrosa su vida con los recursos que expolia a los que ya no se quedan ni con las tristes migajas.

Y aunque este sentimiento estuvo presente en la primera visita a Nicaragua, fue escalofriante cuando pisé Guinea Ecuatorial.

Viajé con la idea, como siempre equivocada, de que no sería muy diferente a Nicaragua, supongo que mi ignorancia me lleva a pensar que, como los ricos, todos los pobres son iguales.

Y nada que ver, aquí las relaciones con el expatriado, blanco, europeo, privilegiado o como quieras llamarlo son diferentes. Mientras que en Nicaragua se viven de igual a igual, aquí pude sentir como me ubicaban en un lugar lejano e inaccesible. Podría decir que en un pedestal, o simplemente en las alturas, el caso es que yo me sentía lejos y sóla... como sobrevolando la realidad y sin posibilidad de penetrar en sus vidas, sus pensamientos o sus preocupaciones.
Se apreciaba en el trato siempre cordial y correcto, en su incapacidad para tutearme ( a pesar de que me negara a contestar si no era así) en su dificultad para contradecir, rebatir o poner en duda cualquier argumento que esgrimiera. En buscar mi opinión como la verdad absoluta. Y sobretodo y principalmente en su mirada; esquiva, baja y nunca directa a mis ojos.

He de reconocer que esta actitud fue limandose con el paso de los días y que llegado el final del viaje, la relación se transformó cercana y en algunos casos muy estrecha. Algo que en ningún momento calmó ese resentimiento que experimentaba hacia mi misma. En cada conversación, por trivial que fuera, aparecían esas marcadas diferencias. Esas de las que me hablaba mi abuelo y que yo aprendí a odiar.

... y a los doce años dejé de ir a la escuela y me puse a trabajar.

¿Y te gustaba estudiar?

A quien no le gusta estudiar...


Y es que aquí, como en mi pueblo hace años, entiende que estudiar es la única salida si se quiere prosperar. Y aquí, como en mi pueblo hace años, también saben que es casi imposible de alcanzar.

Solo que aquí “el amo” está lejos, difuminado en la globalidad, enmascarado en cada uno de los privilegiados; básicamente europeos y norteamericanos que, siendo más o menos conscientes, mantenemos con nuestra compulsiva forma de vida esta situación de aberrante injusticia.

jueves, 17 de septiembre de 2009

¿ Un juguete una ilusión?


Y en Guinea sencillamente no había libros. No vi ni una sola biblioteca abierta, ni librerías... Vi móviles, televisiones, ventiladores, MP3... pero libros no.
Mientras tanto, hay quien sigue pensando que no debería haber ningún niño sin juguetes y para eso venden material escolar aquí para que puedan jugar allí. ¿Pensaran que los juguetes son utensilios imprescindibles para realizar la actividad a la que van destinados?
Vuelven a estar equivocados. Eso sólo ocurre con los libros, que sin ellos no se puede leer...

jueves, 10 de septiembre de 2009

Paris.






Siempre me pasa lo mismo, y es que cada vez que viajo, tiendo a darme de bruces contra las fronteras.
Esta vez conseguí esquivar el primer golpe y penetré con suavidad en Guinea, fue un proceso paulatino, sin turbulencias, el que me llevo a introducirme de lleno en la realidad, puede que totalmente subjetiva, de este país.
Conseguí cambiar el prisma y por unos días fui consciente de una forma de vida que hasta aquí nos llega adulterada.

Viajé con la imagen miles de veces proyectada de un país plagado de niños, muchos malnutridos, explotados y en el mejor de los casos crecidos por la inmensa responsabilidad de colaborar con la economía familiar. Esperaba encontrarlos con sus panzas inmensas, acosados por las moscas y entretenidos con los juguetes que la naturaleza les regalaba.

Y volví a equivocarme. Me impresionó sus destrezas motrices, esas que aquí capamos por una sobreprotección absurda, que la mejor de las veces responde a la comodidad de los padres; a evitar sobresaltos, a no preocuparnos y las prisas de una sociedad podrida de comodidades.
Y aunque sus panzas estaban, se eclipsaban con sus eternas sonrisas sus juegos improvisados, sus miradas curiosas y sus ganas de saber.

Un paseo matutino te regalaba estampas preciosas; desde bien temprano en la calle, que aquí es una proyección de su casa, los veías acicalarse; un buen cubo de agua era el entretenimiento a primera hora de la mañana. Gritaban, saltaban, al tiempo que se refrescaban para afrontar un día más. Sus pieles brillantes, hidratadas mientras disfrutaban con una responsabilidad acertadamente asumida y un aprendizaje incrustado en su realidad cotidiana.

Podía verlos en cualquier punto de la ciudad, vendiendo miles de mercancías; instalaban sus artículos y entre venta y venta disfrutaban de su libertad trabajada.

Y salvando las distancias, volví a verme así, en el patio de mi abuela siendo el juguete de mis primos, remojada en el pilón. Madrugando cada verano para ir al campo donde trabajaban mis padres y las mañanas eternas rodeada de curiosos elogiando la soltura que mostraba vendiendo esas enormes sandías. Los días enteros jugando en la calle, cuando para beber un vaso de agua solo tenía que abrir la puerta más cercana sabiendo que saldría con la merienda de la casa de cualquier vecina.

En esas edades, hay pocas diferencias. Porque entonces no sientes las carencias en las necesidades básicas, no piensas en que pasará cuando enfermes, si es potable el agua que bebes o la calidad de tu educación.
Recordé que mi infancia también fue en muchos momentos así, que lo hoy me separa de ellos es menos que lo que en el aeropuerto más tarde vi.

Volví con la idea de que si no fuera por el futuro que les espera; condicionado por las carencias educativas, sanitarias y de libertades individuales, crecer en Guinea Ecuatorial sería una suerte para cualquier niño. O al menos yo lo elegiría para los míos. Y es que después de una semana, dejó de preocuparme verles trabajar, ya no me fijaba en lo que hacia, solo en como lo vivían.

Y el golpe...pues lo recibí volviendo a casa, justo cuando mis ojos se habían aclimatado a una realidad no tan ajena como imaginaba. Justo en el aeropuerto, ese que me devuelve a una realidad tantas veces detestada.

Justo en el avión de vuelta que me traía de París, compartimos vuelo con un grupo de niñas, de no más de diez años, que viajaban solas. Todas monísimas, cargadas de bolsas y aparatos electrónicos de todo tipo; moviles, mp4, cámaras de fotos, psp o como coño se llamen.
La tripulación del avión se acerca y supongo que al ver el emblema de la ONG, nos piden que, ante cualquier imprevisto, nos hagamos responsables de la seguridad de las niñas a lo que ellas responden con una mirada de curiosidad altiva. Y sin poder despegar la atención sobre ellas, son el entretenimiento de mi viaje de vuelta. Preocupadas por si su equipaje llegaba a Madrid, planeaban contarles a sus compañeras de clase que el campamento en París había sido todo un éxito, que la ropa era maravillosa y que era una pena que no hubiesen podido comprar regalos para todas.
Las veías excitadas por demostrar que sus primeras vacaciones sin sus papás habían sido extraordinarias llenas de lujo y comodidades y que sin duda serian la envidia de todo el colegio.
Fue aterrizar y ansiosas encienden los teléfonos moviles, cogen su equipaje de mano y se comportan como si hubiesen envejecido 30 años. Aparentaban una madurez y unas prioridades totalmente alejadas de su edad, eran como señoras mermadas hasta los 10 años, ante este esperpento, realmente, quien se queda sin infancia y porqué?



Caye, gracias por prestarme tus ojos.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

...


He apartado todo lo que tenía sobre mi mesa y las palabras han brotado de forma natural. No hay rectificaciones, ni siquiera me planteo la veracidad de lo escrito. Asumo que mi verdad es mía y como tal subjetiva hasta la saciedad. No pretendo análisis exhaustivos sobre la situación de los lugares visitados, eso es fácil de encontrar. Simplemente ofrezco percepciones contaminadas, edulcoradas o emponzoñadas por años pegada a la televisión; por lecturas insulsas controladas por la publicidad o el número de ejemplares vendidos; por una educación impuesta, controlada y asumida como única y verdadera. Años de relaciones fortuitas y no elegidas; años de castigo social que marcaron lo que soy y lo que siento y sobretodo y principalmente; horas, días y años de luchar contra eso.


Ahora serán ellas las que elijan cómo y cuándo salir; las espero anárquicas y desordenadas, inconexas y sin un porqué... irracionales, brutas e incompresibles... desnudas, libres...