miércoles, 17 de marzo de 2010

30 AÑOS DE INOCENCIA.


Suele ser así, un artista puede quedar en el olvido y es justo al morir, al ocupar un espacio en los medios de comunicación, cuando vuelven a nuestra memoria los momentos de evasión que disfrutamos gracias a su obra.
Hay libros, noticias, canciones que van marcando nuestra vida, que suponen un despertar, que marcan nuestra condición y nos otorgan cierta conciencia de lo que somos, de lo que se espera que seamos o la herencia de lo que fueron nuestros ascendientes.
No tendría más de diez años cuando vi “Los Santos Inocentes”, aun no logro entender como, a pesar de la desazón, me mantuve impasible, sin pestañear frente a la televisión.

Fue en ese momento cuando se despertó en mi la conciencia de clase, justo en el momento en el que algunas historias endulzadas en la voz de mis abuelos encajaban en la descripción que Delibes hacía de una familia de campesinos extremeños en los años 60. Entendí de un plumazo los comentarios de desprecio que en mi familia se vertían sobre aquellos que lo tuvieron todo, la desconfianza ante sus actitudes condescendientes frente a una situación cambiante, que no sólo les restaba privilegíos si no que los ampliaba a una parte de la humanidad que para ellos jamás había existido como tal.

Pude sentir la humillación de aquellos a los que se les consideraba no más que animales domésticos, cuya valía se media en virtud de la función y habilidad desempeñada.
El desprecio ante el despotismo arrogante de una petulante “aristocracia” que ejercía vejaciones cosificando a su fuente de divertimento y sustento. Que encontraba justificación en un orden “naturalmente establecido”, sin la moral y la capacidad crítica para ver más allá de una ignorancia también justamente heredada. Algo tristemente comprensible, para muchos es imposible empatizar frente a quienes, por su condición, nos encumbra en un estatus de opulento privilegío.

Y así pasaron 20 años, esquivando una novela y una película que despertaban sentimientos encontrados; orgullo, dignidad y vergüenza ante una situación que creí consentida, fruto de la ignorancia, el miedo y la falta de oportunidades. Así hasta que el autor falleció y empecé a curiosear en su obra y no puede esquivar a “Los Santos Inocentes”. Pero antes de devorar las 150 páginas en una tarde, me posicioné y afiné la situación de mis ancestros y aunque conocían esa suerte y les rozó, mi abuela la sufrió tan lejos como pudo; llena de orgullo me contaba los trapicheos comprando y vendiendo aceite, garbanzos, patatas saltándose la cartillas de racionamiento. Yendo de aquí para allá, horas de trabajo en la “majá” , haciendo queso, pan...
Todo menos servir, eso a mi no me gustaba y mi madre, que una vez lo hizo, dijo que sería lo último... aunque tienes que saber, que para muchos del lugar, siempre fue lo primero.
Y volvía a endulzarme la historias que vio y sufrió en carnes ajenas, aunque sus ojos tristes me dijeran que eso no era toda la verdad. ¿Será que los recuerdos a ella también la llenaban de orgullo, dignidad y vergüenza?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y hoy sin embargo quien es esa "aristocracia" que se niega ver y otorgar dignidad a la otra mayor parte de la humanidad?

Mi madre siempre me habló del señorito lo que quizas ella no se esperaba es que su hijo se convirtiese en uno.